lunes, 23 de diciembre de 2013

Las gatitas de El Pinar

Mi primer contacto con las luces de neón fue a los 14 años, volviendo de El Pinar a Solymar Norte en bicicleta. Entrenábamos en una cancha cercana a Interbalnearia para hacer de sparring de las inferiores de los clubes de primera división que caían en grandes buses mientras nosotros hacíamos cerca de 10 km en bicicleta para llegar. Perdíamos mucho más que lo que ganábamos, pero siempre alguno de sus cracks subía rengueando al bus. A mitad de camino había una construcción de bloque con capas de pintura de por lo menos un par de años que dejaba ver el gris bloque, una ventana con rejas y cortina violeta, un estacionamiento de tierra para dos autos y un cartel de neón que cuando era lo suficientemente tarde se dejaba leer en un rojo pálido, 'Las gatitas de El Pinar'.
A esta altura de la historia estaría bueno avispar al lector que con 14 años aunque tratamos nunca pudimos ingresar al lugar pero se tejían muchísimas historias alrededor.
Nunca dejó de intrigarme el hecho que su ubicación geográfica distara de ser correcta, el lugar estaba más cercano a Solymar Norte que a El Pinar, para ser más específicos eso era Colinas de Solymar, todos lo sabíamos, esa bajada infinita de tierra donde todos apurábamos la pedaleada era inconfundible. Sin embargo supongo que para el dueño 'Las gatitas de Solymar' sonaba menos poético, y de hecho, viéndolo en retrospectiva, tenía razón.
Había historias que decían que los jueves de noche caían limusinas y autos de lujo al lugar que pegaban la fuga antes que saliera el sol. Algunos las creían, yo siempre fui más incrédulo al respecto y por el aspecto de el lugar y de su estacionamiento dudaba fuertemente que alguien en su sano juicio metiera una limusina en esas huellas de barro y pasto quemado. Parecía un lugar donde nadie estacionaría ni a un Fiat 147 excepto para abandonarlo de por vida.
Si es cierto que caían autos, los veíamos, los partidos terminaban tarde y nos quedábamos tomando cerveza en el almacén frente a esa casa blanca. Se escapaban algunos rayos entre las cortinas violetas de la única ventana y se escuchaban plenas hasta altas horas. A eso de las 22 salía una señora de unos cuarenta años sosteniendo un cigarro entre las uñas de plástico, lo prendía y nos miraba. Tenía un top atigrado hasta las costillas dejando en evidencia el nefasto efecto de la gravedad en las carnes curtidas por la noche y por los años. Siempre nos gritaba lo mismo '¡¿Qué miran pendejos de mierda?!', y nosotros usábamos ese grito como señal para volver a nuestras casas mientras le gritábamos cualquier estupidez que se nos viniera a la mente. Creo que nos debe haber extrañado el día que dejamos de ir.
Hoy por una serie de sucesos desafortunados, que entre ellos implicó tomarme mal un ómnibus, volví a pasar por la puerta, casi diez años después. El blanco dio paso casi en su totalidad al gris, las cortinas no se veían y el reflejo del sol generaba un espejo impenetrable en la ventana, las huellas de barro seguían, las luces de neón no estaban más.
El putero, aunque no parezca, sigue funcionando y hasta el día de hoy los carteles de neón, me siguen fascinando.