viernes, 21 de marzo de 2014

Esto no es música

Cuándo era un pendejo, odiaba la música tranquila. La música tenía que ser al palo, fuerte y distorsionada, aunque siempre me interesó que tuviera buenas melodías, es verdad. Tal vez por la  turbulencia de la adolescencia o por llevarle la contra a esa niñez enjaulada de conservatorio. Una época de partituras estrictas cómo un emperador romano e inviolables cómo una monja de la santa iglesia del cordón. La música no era mía, nunca lo fue, la música pertenecía a esos señores que siglos antes que yo llegara a este mundo habían escrito esas contradanzas y piezas perfectas e impolutas. Todas las notas estaban en su lugar, todo sonaba cómo debía de sonar, no había una nota de más ni una disonancia permitida. Todo era una mierda. Nada sonaba cómo esos cassettes desgastados que le robaba a mi padre, cuando el no estaba, que en el lomo decían Jethro Tull, Led Zeppelin o Beatles. Eso me gustaba más. Y cuándo nadie me veía intentaba, sin mucha idea, sin ninguna idea para ser sinceros, imitar esos sonidos que salían del radiograbador que había en el living de casa. Esa música tampoco era mía, era de mi padre, pero la sentía mucho más cercana que esas sosas contradanzas. Seguía faltándome algo más allá de no entender lo que decían.
Un día que mis padres se habían ido al supermercado, prendí el radiograbador y guitarra española empecé a componer. Empecé rasgueando con la derecha mientras muteaba con la izquierda, luego sobre una base rítmica de mano derecha empecé a meter los dedos de la mano izquierda donde cayeran. No eran acordes, con los años descubrí que si lo eran, no seguían ninguna estructura, no eran nada y eran todo. Era feliz. Paraba cada tanto y usaba la guitarra como tambor con las dos manos y después re enganchaba y esbozaba lo que eran letras y melodías. Amaba esa composición. Era mia, era mi música. No era la música de alguién más que estaba interpretando. Las partituras nunca me hablaron de ese sentimiento creacional. Romper un cascarón. Soltar la cadena. Desahogar el grito. Fui libre por un segundo.
Al llegar mi padre a casa, fui emocionado a mostrárle mi composición, la música que había en mi. Al rebovinar el cassette y mostrárle lo que había hecho su cara se transformo. Enfrentó la sonrisa de un niño con una mirada seria y apretándo el botón de STOP me dijo, 'Eso no es música' y se fue.
Derrotado, volví cabizbajo a las partituras y a tocar las notas que tenía que tocar. Pero ya nada volvió a ser lo mismo. No podía concentrarme, la motivación había desaparecido, las ganas también. Eso ya no me saciaba, nunca lo había hecho pero ahora se había convertido en algo insostenible. Fue contraer un virus, una enfermedad sin cura, había encontrado un sentimiento único. Un grito primigenio. Un alarido que no me dejó volver a ser el mismo. Aquella mañana haciéndo lo que quería en la guitarra, así no tuviera sentido para nadie, para mi había sido lo más cercano a la libertad que pueda tener un ser. Las cosas no podían volver a ser lo mismo y de hecho no lo serían.
Al entrar en la adolescencia descubrí que había otro tipo de música, desconocida para mi, rondando la vuelta. El Punk/Hardcore. Música al palo, fuerte, rabiosa. Y si hay un sentimiento que florece en esta edad es la rabia. La rabia al mundo, a los padres, a los pares, a las instituciones, a la vida y al universo. Con los ahorros que tenía compré una guitarra por mil pesos en una feria. No tenía cuerdas, los micrófonos funcionaban poco y la pintura se le descascaraba. Tenía pinta de haber sobrevivido una guerra. Rodeado de un ambiente Reggae, dónde todo era amor y paz, la ira se acrecentaba y resaltaba aún más.
Esta nueva música no vino sola, la destrucción vino de la mano. Vandalismo, alcohol, mierda, piñazos, gargajos. Todo vino de la mano. Lejos estaba de aquel estallido inicial creacional, pero al menos estábamos haciendo algo propio, estábamos destruyendo. Y eso estaba bien, o lo estuvo por un tiempo.
Al pasar los años me empecé a dar cuenta que la ira se iba, y que era posible crear, no sólo destruir. Por más que la destrucción sea necesaria. Para construir algo primero hay que demoler lo que estaba previamente construido. Esa música dejó de ser mía, deje de sentirme a gusto. Pasó a ser una molestia simplemente destruir. Si destruímos todo, ¿qué hacemos el día que no haya más nada que destruir?
De pronto esa guitarra que sólo funcionaba distorsionada dejó de servirme, era inútil para cualquier otra cosa que para tocar power chords. La dejé pero nunca la abandoné, sigue en un rincón del cuarto como recordatorio de otros tiempos. Lo mismo que la guitarra clásica con la que comencé a estudiar y que ya es imposible de afinar. En lugar de cuadros el cuarto está adornado con ellas. Hay gente que ve fotografías para ver para atrás. Yo las tengo a ellas. Nunca las pude vender. Lo intenté. Pero no podía deshacerme de una parte de mi historia. Una historia que me mira de reojo escribir canciones sobre otros asuntos, sobre otros sentimientos, sobre otras vidas e incluso sobre otras realidades. Ya no hay tanta rabia, aunque cada tanto reaparezca. Ya no hay partituras aunque a veces coquetée con sus composiciones. Cada vez que algo de esto pasa, las miro. Me acuerdo de mi padre diciéndo esto no es música y no puedo hacer otra cosa que reírme.
Que equivocado que estaba, ésta es mi música.

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